La vergüenza está asociada a la necesidad de proteger nuestro “yo” social, y en este sentido es beneficiosa. Tal y como decía Aristóteles: “la vergüenza y el rubor son indicios inequívocos de la presencia del sentimiento ético”. Sin embargo, cuando se trata de establecer un límite que faculte una correcta interrelación con nuestros semejantes la cuestión no es nada sencilla, así como tampoco suele obedecer a la libre elección del individuo.
La vergüenza puede ser hasta cierto punto innata, pero más comúnmente está asociada a las experiencias vividas o a la educación recibida, y es ahí donde puede estar el problema.
Un problema de autoestima
Uno de los principales temores que caracteriza a la vergüenza es la exposición al juicio del otro. La baja autoestima lleva aparejada una autoimagen negativa, por lo que mostrarse o verse sorprendido por otro, es tanto como revelar esta imagen. La vergüenza, en este caso, pretende proteger la visión distorsionada que se tiene de uno mismo y que, de hecho, se considera igual a la que han de ver los demás.
La vergüenza, asociada a la baja autoestima, impide revelar un criterio propio sobre cualquier cuestión. El miedo a ser valorado o juzgado conduce inevitablemente al silencio o a adherirse a opiniones con las que, en realidad, no se está de acuerdo.
El miedo
El miedo a mostrarse a los demás revela una falta de confianza y seguridad hacia las propias posibilidades y recursos. La idea predominante, entonces, no es “el otro me ve como soy”, sino “soy como el otro me ve”. Esta falsa percepción pasa a convertirse en un círculo vicioso que se retroalimenta sin que aquel que lo padece vea la salida.
La vergüenza esconde el miedo a fracasar, o incluso a triunfar, puesto que esto último también significa estar en el punto de mira y, por tanto, la posibilidad de ser evaluado. Igualmente la vergüenza supone una limitación para enfrentarse a lo nuevo y, naturalmente, para tomar decisiones. La vergüenza, en definitiva, podría definirse como el miedo a ser uno mismo.
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